
La voz croqueta, deriva del verbo francés «croquer» lo que significa «comer algo que cruje». De ahí sacamos dos conclusiones, que la preparación viene del país vecino y que las fetén , deben crujir al morderlas.
El secreto de una buena croqueta es una bechamel fina (sin grumos, ni sabor a harina) pacientemente trabajada, a la que se le añade el producto deseado y una vez que haya solidificado, se da forma, se reboza con huevo y pan rallado y se fríe, en abundangte aceite, bien caliente.
La base es por demás económica y admite todo tipo de acompañamientos, por lo que en estos momentos en que, incluso a nivel doméstico hemos de controlar los gastos, es un plato recomendable. Pensemos que de una misma tacada podemos hacer media docena de variedades, sin más que tener preparadas en distintos platos diversas farsas( jamón picado, queso rallado o cremoso, bacalao desmigado, y pasado por la sartén, restos de pollo asado desmenuzados o de bonigto encebollado, etc.) que mezclaremos, el contenido de cada uno, con la bechamel antes que haya espesado. Es, además, producto que se conserva bien en el figrorífico. Si hacemos distintas variedades, recomiendo darles, a cada una, forma diferente, (clásica, cilíndrica, esférica, cúbica, de base rectgangular o triangular, etc.) para identificarlas a la hora de servirlas en la mesa.
Las nuevas tendencias culinarias han puesto de moda, las croquetas cuyo interior tiene una textura casi líquida, que contrastgan con las que hace más de medio siglo nos serevía doña Felisa, buena cocinera y mejor contable, en su pensión de Zaragoza, en la que recalamos un buen número de guipuzcoanos. Eran unas croquetas viudas, moldeadas, con un espeso puré de patatas ( que sustituía a la bechamel) que bien empanadas y fritas, nos sabían a gloria y nos llenaban el badullo.
Días pasados en Cucabrera, una tasca centenaria de Galizano (Cantabría), cuya especialidad son las «sartenucas» (sabrosa y contundente la de huevos estrellados, con patata y jamón) nos sirvieron unas deliciosas croquetas de chipirones, crujientes, de masa fina, color antracita, y de notable sabor al cefalópodo, pero sin vestigios masticables de él. Daba la sensac ión de que estaban elaboradas, mezclando la bechamel con la salsa sobrante de una, bien guisada, cazuela de calamares en su tinta. Si así era, estamos ante un aprovechamiento integral de un molusco, del que estos días se están haciendo buenas capturas, según me informan…, y de unas originales y económicas croquetas.
Artículo de Juan José Lapitz publicado en su sección «Saber y Sabor» de «El Diario Vasco» del 24 de agosto de 2013.